sábado, 28 de marzo de 2020

La cuarentena, parte I

Dejo este escrito porque no sé lo que me va a pasar mañana. No sé cómo evitar la fatalidad que me aguarda, pero al menos quiero dejar constancia de lo que pasó, que de alguna manera, si llegara a ocurrir el algo que inevitablemente va a ocurrirme, quede constancia de lo acaecido. 

Todo empezó hace una semana, a los pocos días de que comenzara la cuarentena del coronavirus. Volvía a mi casa de comprar en el supermercado lo suficiente para aguantar siete u ocho días. Mucha gente con mascarillas y sin ellas. Se notaba ese recelo, ese miedo en el ambiente, a no querer acercarse los unos a los otros. Ésa incomodidad que seguramente todos vosotros, que estáis pasando la cuarentena, habéis sentido en algún momento. 

Subí a mi casa, que es un primer (y único) piso, donde sólo tengo un vecino en frente, un hombre mayor que no da ni busca problemas(al que saludé evitando cruzarme debido a la psicosis de la plaga). El bajo está ocupado por una peluquería que, por la plaga, ha cerrado. Para un hombre como yo que suele buscar la soledad, es un lugar perfecto para vivir. El alquiler es barato y tiene las comodidades mínimas para que una persona espartana pero con gusto por lo virtual pueda vivir. Pero prosigamos. 

Como iba diciendo, subí a casa, cerré bien la puerta, y comencé a descargar la compra en la única mesa que dominaba la única habitación del lugar, que hacía las veces de salón y cocina, y cuyo “dormitorio”, no era más que un generoso cubículo separado por una barrera de ventanas corredizas a las se accedía a un mínimo patio interior colgante sobre el trastero de la peluquería. 

Creo que fue en ése momento cuando me comenzó a pesar la soledad y deseé alguna compañía. La que fuera. Por si alguna vez en el futuro deseáis tan cosa, mejor no lo hagáis, como bien se dice, corréis el peligro de cumplir vuestro deseo. Desde luego el mío se cumplió terriblemente. 

Mientras guardaba verduras en el frigorífico oí un tenue golpecito en el inestable suelo del patiejo que dividía las dos secciones de la casa. No le di importancia alguna, hasta que el chirrido gimoteante y repentino de una gaviota me dio un vuelco. Desde la cuarentena, las aves se habían vuelto más atrevidas. Abrí una de las correderas con el susto aún en el cuerpo y con una gran necesidad de avistar tal gaznápiro aéreo para devolverle el susto de alguna manera, y entonces me fijé. Había un avión de papel enganchado en una de las rendijas del tembloroso suelo del patiejo. Lo agarré con cierta sorpresa y, desde luego, con curiosidad. Algún vecino aburrido habría lanzado el avión con la desgraciada fortuna que caer sin remedio en el diminuto espacio entre tejados. 

Al detenerme un momento más a mirarlo, me fijé en que no era un simple avión, sino que estaba hecho con extremo cuidado. Había sido adornado con dobleces y recortes, dándole un aire extrañamanete barroco, como si quisiera darle una importancia que un simple folio no debería tener. Supuse que era algo normal, habida cuenta de que a nueve de cada diez personas durante esta cuarentena lo que les sobra es tiempo. Sería una rareza sofisticada más de las que son propias este extraño siglo XXI.

Luego me fijé en un pequeño escrito, muy mínimo, en el borde de la junta central de los pliegues, que rezaba <<ábreme>>, seguido de una tímida flecha que indicaba su interior. Con curiosidad comencé a desplegar el avión y, para mi sorpresa, el aeroplano de papel iba descubriendo su verdadera naturaleza. Era una carta de cuidado diseño, casi impropia de los tiempos que corren, bien escrita, con una letra de gran estilo y belleza, y que hasta parecía que había sido escrita con pluma. Ímprobo trabajo para lanzarla hacia cualquiera. 

El mensaje decía, en una escritura recargada, pero claramente inteligible <<Yo también estoy sola, como sé que tú estás. Si quieres acabar esta soledad conmigo, mándame tu propio mensaje, lanzándolo al anochecer hacia el sur. Fdo Una Desconocida.>> 

Extrañamente, el mensaje me provocó una enorme curiosidad y expectativa, pero a la vez una quemazón en el espinazo... Como que algo que estaba cerniéndose, unas garras aceradas cerrándose sobre algo infinitesimal que era yo mismo... Sin embargo, la curiosidad y la expectativa pudieron.

De lo que en este momento, os aseguro, me arrepiento. 

Así pues, inmediatamente me puse a escribir una contestación, debo reconocer, con una letra que daba vergüenza comparada con la de un médico, y que comparada con la de la carta aérea que acababa de recibir era poco menos que un cavernícola mostrando su habilidad para crear fuego con un palo a alguien que lo podía crear con un mechero de rueda. Mi respuesta era algo así <<De acuerdo, acompañémonos con estos mensajes, puede ser divertido. Espero que te llegue>>. Sin pensar demasiado en lo torpe de mi léxico, creé mi propio avión de papel con ése folio. 

Lo cierto es que si de algo me puedo jactar es de mi habilidad para crear aeroplanos en folios, una habilidad desarrollada entre la fascinación por el vuelo y el aburrimiento en una infancia algo extraña, y que me había dado la oportunidad de aprender y experimentar con infinidad de modelos aéreos. Ciertamente no me molesté en hacer tantos detalles estilísticos como mi misteriosa (y ahora puedo decir, maldita) mensajera, pero el modelo estaba hecho para aguantar el vuelo con elegancia durante más de una cincuentena de metros si había suerte. 

Esperé al atardecer, y cuando el Sol ya se había puesto, abrí la ventana del salón, que daba al sur, y lancé con tino el pequeño aeroplano. No esperaba que saliese bien realmente, pues ¿qué probabilidades había de que un avión de papel lanzado hacia una dirección demasiado general llegase a un destino completamente desconocido? En ése momento fui consciente de que si caía al suelo, no podría salir a por él, si quería ser consecuente con las órdenes gubernamentales. Se quedaría el pobre machacado por los pocos coches y transeúntes que pasarían. 

Durante su vuelo, a apenas diez metros, el avión comenzó a descender con velocidad y pensé que el destino obvio era ése, hacerse ilusiones con magias es absurdo. Pero cuando apenas quedaba medio metro para que se estrellase contra el suelo, una suerte de ráfaga de viento lo hizo ascender y se perdió por una calle contigua que iba directa al sur. Infeliz casualidad (que ahora sé inexistente y premeditada, de alguna forma).

Ahora deseo que el dichoso avión hubiera caído al suelo. Que hubiera sido pisoteado y machacado por los viandantes. Que el ridículo mensaje que portaba se hubiera volatilizado, inexistido por siempre. Pero en realidad sé que la fatalidad cayo sobre mí en el momento en que decidí responder; esa soledad y curiosidad insanas que nos hace creer en cosas imposibles que se acaban haciendo posibles y que deberían seguir siendo imposibles. Ahora sé que hay cosas que escapan a nuestra comprensión y que sólo persiguen nuestro fin. ¿La razón? No lo sé. Solamente espero que este mensaje, seguramente mi último mensaje, llegue a ti, que me lees, y que al menos tu alma esté prevenida, porque de ser de otra forma, mi innecesario sacrificio no habrá servido de nada. 

 Pero me estoy desviando. Continuemos.

(Seguirá en la parte II)

jueves, 20 de septiembre de 2018

El Castillo


No sé si podré contar el relato de lo que pasó adecuadamente en esta carta, pero debo hacerlo de alguna manera. Necesito contarlo, a pesar de que me tomarás por loco. Pero dejemos que mi propia experiencia hable por sí misma.

* * *

Llovía.

Llovía una lluvia oscura.

Llovía una lluvia oscura que cerraba la noche.

Y sólo los rayos, con cada fulminar, perfilaban oscuras y borrosas sombras más allá de los faros del coche. Llovía tanto y tan oscuro, que no podía saber si las luces del pueblo, en la lejanía, eran reales o sólo un producto imaginario que se desvanecía con cada relámpago, y que mis ojos desenfocaban con cada trueno.

Apenas llevaba el coche a treinta por hora. Demasiada lluvia. Demasiado oscuro. Era una oscuridad tremendamente extraña. Aunque los rayos dibujaban las siluetas lejanas de los viejos y destartalados molinos de viento y los faros de mi viejo seat iban en largas, apenas se podía ver unos metros. Era una suerte de oscuridad luminosa… O más bien, una oscuridad más oscura que la noche.

El repiqueteo de la pesada lluvia tenía, no obstante, cierto efecto relajante que compensaba el nerviosismo por esta, podríamos decir, conducción temeraria. Todo el mundo sabía que venir por el pequeño carreterín cuando caía una lluvia tan copiosa era tentar a la suerte: los viejos recovecos y curvas de la vieja vía semiasfaltada escondían grandes desniveles que se inundaban con facilidad, y si no conseguía llegar al pueblo a tiempo, lo más probable es que el coche se ahogara en uno de esos charcos que más que charcos eran lagos. Pero, ¿qué opción me quedaba? No iba a quedarme toda la noche allí tras las clases, había que volver a casa. No me funcionaba el móvil y tú, Carla, no tenías medio de saber que tenía que esperar una noche antes de volver, así que decidí arriesgarme.

Y ahora, aquí, mientras escribo estas líneas, me arrepiento. 

Los limpiaparabrisas no servían de nada. La sobrenatural cantidad de agua que caía hacía que el visionado de la carretera fuera ciertamente difícil, a lo que la mate oscuridad no ayudaba mucho. Varias veces pasé sobre un charco, levantando tal cantidad de agua al pasar que temí no poder salir de ahí, pero al final el fiel seat podía con ello. De momento.

Vigilando temerariamente la posibilidad de que un coche pasara en dirección contraria (¿De verdad pensaba en la idea de alguien tan estúpido como yo en dirección contraria? Supongo que mal de muchos…) no me apercibí de un gran torrente que se acumulaba más adelante en una suerte de pequeño barranco natural sobre el que pasaba la carretera. El seat entró de llevo en el torrente y el motor se ahogó, como la mecánica mandaba. Maldiciendo mi suerte y mi torpeza, intenté sin éxito darle al contacto del coche varias veces, aunque en el fondo sabía que era imposible que el motor volviera a funcionar. La había, con perdón, cagado hasta el fondo. La cosa empeoró cuando me apercibí que entre las puertas del seat se estaba colando con cierta fruición una gran cantidad de agua, habida cuenta del torrente que no paraba de vomitar agua por el barranquillo como un sifón desaforado. Por suerte, no parecía que el torrente tuviera, de momento, la fuerza para arrastrar el vehículo, pero desde luego no podía permanecer dentro viendo cómo comenzaba a inundarse todo. Durante un momento no supe qué hacer, hasta que ocurrió.

Lo que ocurrió pareció un milagro, aunque ahora que he pasado todo lo que he asado, más bien fue un oscuro regalo envenenado. Infernal, diría incluso, conociendo ahora las consecuencias que para mi concepción del mundo había tenido.

Lo que ocurrió fue que un oportuno relámpago estalló con fulgor en las cercanías, iluminando un cercano altozano en medio del campo. En lo alto del pequeño cerro podía verse una construcción antigua, derruida por el paso del tiempo. Una enorme edificación de piedra de tiempos más tenebrosos y fríos. Un enorme ente viejo y destartalado que vigilaba la zona dese lo alto. 

Un castillo.

Sin pensar en nada más (¡Ay de mí! Hasta en momentos como ése hay que pensar, aunque en ése momento nada podía saber de lo que me aguardaba), salí del coche, poniéndome apresuradamente mi gabán, portando mi cartera con mis libros y apuntes para mis alumnos y corrí hacia la construcción buscando refugio, a la vera del furioso torrente.

No recuerdo cuánto tiempo estuve corriendo hacia la vieja fortificación, pero esos segundos, minutos… ¿horas? Fueron eternos, y cada vez con más eternidad según llegaba a las cercanías del monstruo de piedra. Según me iba acercando, una extraña y sudorosa sensación me recorrió el espinazo. Algo no iba bien (obviamente caso aparte de mi desdichado seat). Era algo relacionado con el castillo… Es como si la extraña oscuridad reinante, fuera más visible… Más ¿luminosa? ¿Cómo podía ser la oscuridad “luminosa”? Pero esa era la sensación. La oscuridad reinante era casi absoluta, pero podía “ver”. Como si mi percepción hubiera cambiado y hubiera adquirido la habilidad de los ojos de un gato. No le di mucha importancia, y mi racionalidad me dio respuestas completamente ilógicas con tal de calmarme de esa extraña sensación en el espinazo (¿Podría ser la luz de los rayos, o de la luna, que de alguna forma atravesaba las nubes? Pobre de mí…).

Al subir el pequeño altozano, las destrozadas puertas del castillo se me aparecieron ante mí, abiertas, entre dos altas torres que. Viendo el estado de conservación de la edificación, era un milagro que un moderado viento no las hubiera hecho caer ya. Entré sin pensarlo mucho con la lógica precaución de entrar en un edificio semiderruido. No paraba de mirar hacia el techo, esperando en cualquier momento que una enorme viga cayera sobre mí y me hiciera acabar definitivamente tan esperpéntico viaje.

Al poco de andar por el suelo, compuesto de tierra endurecida por las edades y restos de un primitivo piso empedrado, percibí una de esas extrañas escaleras de caracol que subían hacia los pisos superiores de la torre del homenaje, la más grande de la fortificación. Posiblemente ahí estaría más cómodo, pues aparentemente el piso era de madera y muy posiblemente pudiera hacerme con mi cartera una suerte de almohada y así ver si podía dormir algo en tal siniestro lugar. En ése momento fui consciente de que esa extraña claridad oscura seguía funcionando en el interior del castillo, y no sólo en el patio de armas o la entrada. Una vez que subí por las escaleras de caracol, percibí que no necesitaba linterna ni ningún artefacto similar para poder percibir con cierta nitidez el entorno. No es que hubiera luz, no. Estaba oscuro, pero se podía “ver”. No puedo describirlo de una forma mejor.
Una vez en el piso de arriba, vislumbré lo que parecía una esquina segura sin muchas posibilidades de derrumbe sobre el suelo de madera. Éste crujió al salir de la escalera para dirigirme a mi lugar de reposo, pero parecía resistir. Me acomodé en la esquina y comprobé el estado de los apuntes de clase. Parecía que no se habían dañado con la humedad. Me alegré de haber comprado un contenedor de documentos tan efectivo, pero por otro lado, el maletín era más duro que un risco. Pero serviría como improvisada almohada. 

Vislumbré la sala donde estaba. Parecía el antiguo salón del señor, donde recibía, gobernaba y festejaba, pues un enorme hogar apagado, rodeado por un suelo de piedra, coronaba la habitación en el muro oeste. Sobre la chimenea del hogar, un escudo de armas esculpido en lo alto, supongo que el  del dueño de la fortificación, la coronaba, compuesto por una serie de guiones y rayas que en otro tiempo debieron ser de colores, con el dibujo de tres cestas vacías rodeando, en el centro, la imagen inconfundible de un galgo que parecía apresar una especie de serpiente… Aunque con un aspecto extraño, con una cabeza como demasiado triangular y sin ojos.

Observando la estancia me di cuenta de un detalle que no tuve en cuenta antes de entrar en el castillo (¡Oh, infeliz!), y este detalle era que yo no recordaba la existencia de ningún castillo al lado del carreterín. Llevaba ya más de tres años dando clases en ese pueblo, haciendo el recorrido a diario… Y una edificación tan gigantesca se me había pasado completamente desapercibida. Di por hecho que mi fijación en la conducción segura por una vía tan peligrosa y accidentada fue suficiente para no apercibirme, aunque algo en mi interior me decía que es explicación no era realmente cierta.

Tras un rato olvidando esos pensamientos extraños, procuré dormir, acompañado por el coro de la lluvia acompañado del estruendo de los truenos. Era difícil al principio por el frío, especialmente, a pesar de llevar mi fiel abrigo, pero después surgió algo más… Como un raspar. Un algo que se arrastraba.

En el momento que lo oí, abrí los ojos de inmediato. ¿Una culebra? Los ofidios solían ocultarse en ruinas como éstas, donde buscaba un lugar para esconderse en la noche y para desovar. ¿Y si era algo más peligroso, como una víbora? Nunca había visto una, pero los agricultores de la zona dicen que en verano siempre se ven...

Nada, no se veía nada, a pesar de la extraña clarioscuridad del ambiente. Pero el arrastrar seguía ahí. No me atreví a moverme. El miedo me lo impedía, y mi racionalidad irracional intentaba tranquilizarme. “Será algún ratón”, decía mi mente, “Y aunque fuera una serpiente, ¿Qué? No tiene por qué verte como una amenaza”.

Toda esa falsa racionalidad se fue al garete cuando noté que algo caía por mi nuca y se arrastraba inmediatamente hacia abajo por mi columna. Con un grito, me levanté y pasé la mano por mi espalda… Falsa alarma, era sólo una gota de agua proveniente de una gotera del techo que finalmente tenía bastante líquido para comenzar su molesta actividad.

Y entonces fue cuando lo vi.

Húmedo, viscoso… Enorme, como de tres metros de largo, o más, se arrastraba hacia mí desde la entrada… Una suerte de asqueroso gusano gigantesco y plano, con la ciega cabeza triangular, como dos veces y media el tamaño de mi propia testa. Una suerte de gigantesca planaria.

No me da vergüenza admitir que en ése momento me oriné encima, aunque ayudó el hecho de que estaba tan mojado que apenas lo noté después en mi ropa.

Ahí, simplemente abandonando todo, corrí esquivando al imposible ser, mientras su cabeza, con agilidad y velocidad inusitada, seguía mis movimientos. Cuando la cabeza triangular plana se levantó, como si olfateara o, más bien, degustara el ambiente, pude ver una horrible dentadura circular compuesta por tres círculos de dientes como sierras.

Con un grito de terror y desesperación corrí hacia la escalera de caracol. Sólo era un piso de altura, pero pareció interminable. Detrás de mí oía el sonido de su arrastrar, pringoso y terrorífico. Salí a patio de armas y me dirigí directamente  a la puerta, pero algo estaba enfrente. Algo ocupaba la salida.

Una figura de unos tres metros de alto, embozada en una suerte capa encapuchada sin color, todo oscuridad era, que impedía ver su rostro… Una figura espigada y delgada, cuyas esqueléticas y oscuras piernas… Desaparecían al llegar a los pies, dejando un vacío en el que el ser flotaba como pisando la nada.

Con los ojos abiertos como platos, observé cómo el espigado se acercaba a mí, dando gargantuescos trancos sin pies… Y me volví histérico. Grité y corrí como un loco hasta encontrar otra escalera de caracol, oculta en una esquina del complejo amurallado, una escalera que tenía su propio rastrillo y protección, como si fuera otra entrada importante del castillo. Como un castillo dentro del castillo. Una fortificación diseñada para que nada entrara o saliera, pero ahora abierta de par en par, con las puertas como reventadas. Sin pensármelo (otra vez, maldita sea mi alta de reflexión) y entré en la escalera de caracol, que esta vez una que descendía hasta el infinito. No recuerdo cuánto tiempo descendí, pero juro que fue como si mil vidas hubiera vivido en terror absoluto en un descenso sin final.

Al llegar abajo, con mis piernas destrozadas por el apresurado y largo descenso, había una gran sala. Una sala extraña. Una sala que parecía muy anterior al castillo… Como si el castillo se hubiera construido para defender este sitio… O para evitar que lo que hubiese aquí saliera al mundo. Una serie de columnas con forma de serpientes enrolladas subían hasta el alto techo, y en las paredes, esculpidas en la propia piedra, sin aspecto de ninguna juntura o trabajo de albañilería, grabados de dioses deformes y oscuros, con ojos sin párpado, miraban desde todas las esquinas… No había de momento señales de que el espigado o la criatura vérmica me hubiesen seguido, pero busqué en la sala algún lugar donde encontrar refugio.

Entonces me fijé en otra decoración de la sala, junto a las miradas de las decenas de dioses oscuros y deformes que no paraban de observar cada uno de mis movimientos. Esta nueva decoración era más reciente. Cruces paté, como de los antiguos caballeros templarios, y un Cristo en la cruz coronando todas las demás. A su lado, una gran mesa antigua con multitud de sillas desgarradas y rotas. Parecían de la misma edad del castillo, y no como esta sala que, empecé a sospechar, eran tan antigua como el hombre… O quizás más aún.

Imágenes me vinieron a la mente, como si un antiguo mensaje grabado en el éter se me estuviera apareciendo en las postrimerías de mi mente; imágenes de sabios y guerreros medievales dando juramento de proteger al mundo de lo que aquí habitaba. Todos investigando antiguas y poderosas palabras de poder, que tenían la virtud de modificar la propia creación de Dios… Consiguieron aislar el castillo expulsándolo del mundo y creando una línea curva en el tiempo, de tal forma que este castillo, sin dejar de existir, estaba separado del resto del universo. Sin embargo, no era perfecto. La línea temporal del castillo debía coincidir con la del mundo real cada cierta frecuencia, y ahí estribaba el peligro. Durante unas horas cada varios cientos de años, El Aquí Encerrado podía intentar escapar. En otros tiempos fue llamado Belcebú, en la antigua Cartago adorado como Baal, ofreciendo a sus hijos en sacrificio, en tiempos más antiguos aún conocido con el sencillo nombre de Aí, con el primer templo del mundo adorándole a él, El Que Devora. Y ahora busca un huésped para volver al mundo real.

La visión me dejó sin habla un momento. Luego me recuperé. Estaba claro que lo que había visto era real, a pesar de no ser material. El modo en que lo había sabido no importaba, pero todo había cambiado. Toda mi vida había cambiado. Todo se derrumbó en mi mente, todas las cosas en las que había creído, todo desaparecido en un instante. Sólo porque quise volver a casa en medio de un copioso aguacero. La vida parecía llevarme hacia un cruel final de entendimiento y claridad.
Entonces reaccioné. El dios oscuro venía a por mí. Yo era su huésped. Debía esconderme y escapar. No encontré mejor sitio que una sombría esquina en un rincón entre columnas. Ahí esperé.
Y entonces apareció. El espigado negro. Aí. El Que Devora. Bajando sin prisa por los escalones y colocándose en el centro de la sala, atravesando la antigua mesa, como un ser incorpóreo. No me miraba. Creía que era mi oportunidad. Creía.

Justo cuando tomé la decisión de salir corriendo, desesperado, hacia la antigua escalera de caracol, las columnas en forma de serpientes tomaron vida. Las serpientes se desenroscaron y comenzaron a arrastrarse por el suelo. Y entonces fui consciente. No eran serpientes. Eran esas horribles y babosas criaturas vérmicas, cientos de ellas, agolpándose alrededor de su maestro en el centro de la sala.
Me quedé petrificado, notando cómo esas viscosas criaturas de dientes serrados pasaban casi tocándome y dejando una viscosa humedad por el camino que pasaban.

Entonces comenzaron a rodearme, mientras yo, paralizado, me dejé hacer. Y empezaron a cerrarse sobre mí. 

No pude hacer nada. Noté su viscosa y desagradable piel sobre mía, a medida que varias criaturas me rodeaban con sus blandos y fríos cuerpos, atrapándome. Sus tirangulares cabezas llenas de dientes pasaban amenazadoras por delante de mi rostro, y empecé a notar como mí respiración se aceleraba incontrolablemente y el fétido aliento de las criaturas entraba en mí asquerosamente. 

Entonces el dios espigado se acercó  mí, con su rostro oscuro e inexistente, como contemplándome. Y entonces adelantó una de sus manos y se acercó aún más. Su mano, como hecha de ramas informes, me tocó la cara. Y sentí algo que solo puede describirse como la fría muerte.

Y ya no recuerdo más.

                                                                                      * * *

Me levanté al día siguiente en medio de la plaza del pueblo, junto a la antigua iglesia. Acababa de salir el sol, empapado, pero de una pieza. A mi lado, el gabán y mi cartera. Mi coche, aparcado al lado de la fuente. Como si un borracho hubiera realizado una trastada en un mal día y hubiera despertado avergonzado en un lugar donde nadie podía dudar de lo que había hecho esa noche.

Me pregunté si lo que había vivido anoche era real. Sentía que lo había sido, pero no lo parecía, a tenor de las pruebas lógicas. Quería creer que había sido todo el producto de mi imaginación, pero algo en el fondo me decía que no era así.

Me echaste una bronca, Carla (con razón), pero no te conté nada. Era absurdo. No quería que pensaras que estaba loco, o que mentía para intentar congraciarme contigo. Era, al completo, inútil, pensé. Pero no sé, quizás entonces debí haberlo hecho. Porque a partir de entonces lo notaba. Todas las noches soñaba con algo que crecía en mi interior, algo que me angustiaba. Algo que sabía qué era.

Todos los días, la dirigirme al instituto a dar clases me fijaba en el lugar donde aquel impresionante torrente me atrapó. Ni rastro del castillo ni del altozano. Como si nunca hubieran existido. Quizás nunca hubiesen existido, al menos, en este tiempo. El espacio estaba, en cambio, ocupado por un hermoso campo de cebollas.

En las clases se me notaba extraño. Era evidente. Los chavales del instituto me veían raro y comencé a decir cosas extrañas que no recuerdo delante de ellos. Mi temperamento se volvió hosco, amargado y melancólico. El instituto me obligó a tomarme una baja y visitar a un psicólogo. Tú, Carla, estuviste a punto de dejarme. Que aguantaras te honra, pero no te hubiera culpado de haberlo hecho. Hubieras hecho bien, pero en el fondo te quería cerca, quería a alguien cerca, a pesar de que te hacía daño.

Por otro lado, ¿qué le iba a contar al psicólogo? ¿Qué podía contarte a ti? ¿Que un dios de otra era estaba desarrollándose en mi interior? ¿Que notaba como la fatalidad iba a llegar a toda la tierra a manos mías? 

Unas marcas me han comenzado a salir hoy en el dorso de mis manos. Unas marcas que se asemejan a serpientes. A veces parece que se mueven.

Lo siento Carla, debo acabar con esto. Lo hago con la escopeta del vecino y en medio del campo, será lo mejor y más rápido. No puedes entender más que locura leyendo esto. Lo sé. Pero no estoy loco. Por eso debo acabar con esto, antes de que sea tarde. Antes de que Él controle mi ser. Por ti, por mí, por todos.

Te veré en la otra vida.

Adiós.

viernes, 7 de julio de 2017

La voluntad de Lars

Sólo puedes haber oído hablar de ella. No es posible entender esa sensación, porque no se parece a ninguna otra. Para Lars había llegado el momento. Supo que iba a morir. Cuando dura un segundo, se puede considerar buena fortuna. Pero Lars llevaba días con esa certeza y le había dado demasiado tiempo a recrearse. Esa sensación, cuando hace poso en el subconsciente, destroza los nervios. La vida pasa ignorando esa inevitable marcha y, cuando llega el momento, casi nadie quiere que acabe. La naturaleza obliga a aferrarse a la vida y luchar por esa supervivencia que se anhela eterna. Esa eterna mentira.

Lars, en cambio, no podía soportarlo más. Quería que todo acabara de una vez por todas. Al principio se negó a perder la esperanza de sobrevivir y se le dio bien mentirse. Tanto, que las esperanzas que había albergado le destrozaron cuando le abandonaron. La voz de su verdugo en el exterior le demostraba lo que estaba disfrutando de su victoria. Porque podía acabar con él cuando quisiera, pero había decidido no hacerlo todavía, para que Lars saboreara bien el fracaso. Había desoído las señales, las advertencias, y se había lanzado al desastre por su propia voluntad.

Cuando el manuscrito llegó a sus manos, no fue consciente de su valor. Como tantas cosas en la vida, llegó de casualidad. Lars vivía en la Viena de mediados del siglo XIX y trabajaba para un periódico pequeño, escribiendo una columna semanal sobre curiosidades históricas de la ciudad. Muchas veces, buscaba inspiración en anticuarios, rebuscando entre los rincones de sus tiendas y hablando con los dependientes largo y tendido. Aquella mañana, entró en el laberinto que el señor Ackermann tenía por tienda. La fortaleza del anciano olía a años acumulados.

—¡Buenos días, señor Ackermann! —saludó con entusiasmo al entrar.

—¿Lars? ¿Eres tú? —preguntó Matthias Ackermann con la voz amortiguada desde el altillo.

Lars se acercó a la trampilla y miró desde abajo con el cigarro en una mano y el sombrero en la otra. La cara afable y arrugada del anticuario se asomó con una sonrisa.

—Cada día estás más viejo —le dijo el señor Ackermann con una risa socarrona mientras bajaba por la escalerilla de mano lentamente.

—No como usted. He estado a punto de preguntarle si estaba su padre.

Lars le ayudó a bajar los últimos peldaños y le colocó bien la chaqueta.

—Gracias, gracias —dijo el anciano dándole unas palmaditas en el hombro—. Me alegra que hayas venido. Tengo ahí una caja enorme llena de basura de la que te gusta husmear.

—Suena delicioso.

El anticuario cogió la caja y la dejó encima del mostrador. No era nada espectacular, pero a Lars se le aceleró el pulso. Dejó el sombrero en el mostrador y empezó a rebuscar entre los cachivaches descartando varios objetos inservibles y estropeados. Todo lo demás eran papeles de contabilidad, facturas y un gran sobre de color más amarillento. El papel del sobre era apergaminado, grueso, no sabría decir cuánto tiempo tenía pero parecía muy antiguo.

—¿No sabe usted qué es esto? —preguntó al señor Ackermann con el cigarro en la boca mientras examinaba el sobre de cerca.

—Ni idea. Te puedes llevar la caja entera. No me interesa nada de lo que hay ahí.

—Tiene como… una inscripción —dijo Lars acercándose más el sobre para ver las diminutas grafías—. ¿En qué idioma está esto?

El anticuario se encogió de hombros. Lars le dio las gracias y cogió la caja para examinarla en su apartamento con más tranquilidad. La información que le dieron las facturas no ayudó a esclarecer qué podía contener ese sobre. En su interior parecía haber más papeles, de un dedo de grosor. No sabía si se trataba de un libro o de más documentación. Pero lo que más le llamaba la atención era esa extraña inscripción que no lograba descifrar. Prefirió intentar abrir ese sobre cuando supiera qué ponía en la inscripción. Parecía ser sólo una frase, pero se repetía una y otra vez en espiral, rodeando todo el sobre.

Por suerte, era un hombre de recursos y conocía a mucha gente. Se adentró por las callejuelas poco transitadas de lugares que la gente decente no debía conocer. A pesar de ser cerca del mediodía, la luz se negaba a penetrar en esa atmósfera y todo estaba en una penumbra blanquecina. El eco de sus zapatos resonaba en la estrecha calle adoquinada y a ese eco, sólo se unía la voz melosa de alguna prostituta que le invitaba a sus servicios entre susurros. Se detuvo en la puerta de madera medio podrida observando el dibujo de la talla; un dragón con las alas extendidas hacia arriba que miraba al visitante con las fauces de par en par, retándolo a entrar. Llamó tres veces y esperó. El silencio le pesó en el cuerpo conforme pasaban los largos segundos. Sin haber oído pasos al otro lado, la puerta se abrió y Karen lo miró contrariada.

—No tendrías que haber venido aquí —le espetó apoyándose los nudillos en la cintura.

—¿Cómo? —preguntó Lars sin entender.

Ella suspiró largamente y miró a los lados de la calle.

—Entra, rápido.

Se apresuró a entrar, cerrando la puerta tras de sí, siguiéndola por el interior. Karen era una mujer a la que todos identificaban como bruja, aunque ella jamás se hubiera atribuido tal cargo. Desde luego, la palabra la definía bastante bien, según la experiencia de Lars. Sabía cosas que no tenía por qué saber. Conocía remedios para casi cualquier dolor. Más de los que estarían dispuestos a reconocerlo, acudían a ella en busca de consejo porque poseía una sabiduría que solo el paso de varias vidas podía haberle dado. Sin embargo era una mujer que pasaba desapercibida. Vestía con sencillez, igual que cualquier mujer de recursos limitados de la zona, con corpiño y falda amplia de telas con colores discretos, de materiales sencillos pero en buen estado. El lugar era una casa modesta, llena de estanterías con infinidad de frascos de todos los materiales, colores y con todos los contenidos posibles. No se había atrevido a examinarlos por las cosas que podía encontrar ahí. Tomaron asiento el uno frente al otro en una pequeña mesa redonda con una tela bordada amarilleada por el tiempo.

—Déjame verlo —dijo ella mirándolo con gravedad, con los ojos verdes clavados en los de él.

Lars tragó saliva y se sacó el sobre de debajo del abrigo. Lo depositó en la mesita despacio mientras veía cómo los ojos de la mujer seguían el movimiento del sobre. Karen se quedó unos segundos quieta, con las dos manos apoyadas en la mesa y un porte solemne. Cerró los ojos bajando la cabeza y susurró unas palabras inaudibles para él. Lars había aprendido a guardar silencio cuando iba a consultarle algo. Acudía a ella siempre que llegaban a sus manos objetos extraños. Unas veces le ofrecía algo a cambio para quedárselos sin darle más explicaciones. Otras le contaba magníficas historias sobre los poderes que ocultaban algunos objetos, cómo habían sido encantados y porqué. Karen abrió los ojos y se quedó mirándolo.

—No debes abrir este sobre, Lars. Es lo que te protege de lo que hay en su interior.

—Señorita, tengo que saber lo que hay dentro —dijo él encogiendo los hombros—. Si no debo abrirlo, al menos tenga la bondad de decírmelo.

—Esa necesidad de saberlo es el claro reflejo de su poder. El contenido de este sobre quiere ser liberado y te está llamando. Pero eso sólo te traerá desgracias. Dentro hay un manuscrito incomprensible para ti, como la inscripción del sobre. De ser extraído de este sello, será detectado por fuerzas que están en su búsqueda desde hace décadas. Creerás que no te encontrarán,  que cuando lleguen a ti, podrás desprenderte de él sin problemas. Pero te aseguro que no va a ser así. Preferirás sufrir torturas a que te lo arrebaten.

Lars la escuchó en silencio, mirando el sobre apesadumbrado. Lo que ella llamaba el reflejo de un poder, él lo llamaba curiosidad. A pesar de su escepticismo, volvía a ella para oír esas historias. Pero no necesitaba creérselas.

—Ya sé que vas a intentar abrirlo de todas formas —murmuró la mujer con aire resignado—. Te diré cómo has de abrirlo para darte un tiempo de cordura, porque si te dejara a tu aire, acabarías desquiciado en dos semanas. Y quiero que tengas muy presente que, cuando lo hagas, estarás perjudicándome a mí también. Pero ya me encargaré de las consecuencias en su momento.

—Señorita, disculpe, pero no es mi intención desoír vuestros sabios consejos.

Lars miró a su alrededor asustado cuando las llamas de las lámparas de aceite titilaron a la vez que Karen tensaba el cuerpo y se inclinaba hacia delante con suavidad.

—Ahórrate las disculpas, Lars. No lo lamentas en absoluto, pero como que el día es claro que lo lamentarás. Sólo por el mal que vas a traer, esta vez la información te va a salir más cara de lo normal —Lars fue a sacarse el dinero del abrigo y ella alzó una mano para detenerlo—. No. El dinero no tiene valor en esta ocasión. Has de darme algo que tenga un valor real para ti. Algo que no pueda ser reemplazado en tu vida.

La miró frunciendo el ceño. Quería irse de ahí pero se quedó clavado en la silla, apretando las mandíbulas con frustración. La mujer le sostenía la mirada sin esfuerzo, con serenidad. Eso hizo que empezara a inquietarse y el corazón le golpeó en el pecho con fuerza.

—Le traeré lo que me pide —le dijo levantándose de un salto, con un súbito temor a quedarse atrapado.

—Lo sé —murmuró ella siguiéndolo con la mirada.

Se colocó el sombrero y caminó hacia la salida con nerviosismo, cogiendo el sobre y abrazándolo con recelo. Se sobresaltó al oír el portazo tras de sí cuando salió a la calle y miró la puerta, que parecía haberse cerrado sola. Caminó con rapidez calle arriba, empujado por el miedo. No necesitaba a esa bruja. Él mismo abriría ese maldito sobre, sacaría la información necesaria para escribir algo interesante y se olvidaría de todo eso.


Sujetó las grandes tijeras de podar con dificultad. Desde su ventana, se podía ver la calle gris en la que habían empezado a caer con suavidad unos diminutos copos de nieve. El fuego no ardía en la chimenea desde hacía dos días y la casa estaba helada pero Lars no dejaba de sudar. Su camisa estaba sucia, los tirantes le colgaban del pantalón y se había despeinado al tirarse del pelo intentando encontrar la forma de abrir ese sobre. Apretó las tijeras con fuerza dejando escapar un gruñido, pero el papel sólo se marcó con una leve muesca. La observó entre jadeos, exhausto por el esfuerzo, pero el pliegue empezó a desaparecer lentamente. Se dejó caer de rodillas en el suelo empezando a sollozar.

Cada vez que había conseguido ocasionarle un mínimo desperfecto a ese papel, éste se recuperaba solo. Nada había resultado, ni siquiera las llamas cuando lo tiró a la chimenea en un acceso de rabia. El fuego se había elevado alrededor del sobre con orgullo, sin ocasionarle una sola quemadura. Aquella mañana, desesperado y sin haber dormido durante días, había salido a la calle caminando a grandes zancadas. Le había arrebatado esas tijeras a un jardinero y ya no recordaba cómo había vuelto a casa.

Yació en el suelo entre sollozos, rodeado por el desorden, durante largas horas, hasta que el sol se puso y todo quedó arropado por la más absoluta oscuridad. Quería dormir. Dormir para siempre y no volver a despertar. Karen sabía cómo abrirlo y no tenía más remedio que acudir a ella. Sólo necesitaba darle a cambio una cosa. Se levantó con dificultad y empezó a rebuscar entre el caos, moviéndose errático por toda la casa, vaciando los cajones. Al fin lo encontró. Sujetó el delicado peine de caoba. La pieza era sencilla y no tenía ni engastes ni grabados, pero era de su madre, y con él la había peinado cada día durante su larga enfermedad, hasta que murió.

Se tropezó con su abrigo, tirado en el suelo, y aprovechó para colocárselo antes de salir a la calle. Recorrió la ciudad a trompicones sin fijarse en el camino que estaba tomando. Cuando llegó a la puerta de Karen y miró a los ojos del dragón, algo le dijo que había sido ella la que lo había guiado hasta allí. La puerta se abrió suavemente sin que él hubiera llamado y el calor del interior lo envolvió amorosamente invitándolo a adentrarse. Su cuerpo se movió hacia el interior atraído por esa atmósfera. Vio la mano abierta de Karen extenderse hacia delante para que le diera el peine. Lo depositó en su palma con la cabeza agachada, haciendo esfuerzos para mantenerse en pie. Ella guardó con cuidado ese valioso objeto para sortilegios futuros, le tomó por el brazo y lo dirigió hacia la mesa para que se sentara, pero él la detuvo cogiéndola de los hombros.

—Por favor, dígame ya qué tengo que hacer. ¿Cómo he de abrirlo?

—No te preocupes, Lars, te lo diré. Pero antes siéntate y come algo. Recupera fuerzas. Vas a necesitarlas.

Cuando llegó a sus fosas nasales el aroma de un guiso que humeaba sobre la mesa, recuperó una consciencia que no sabía que había perdido. Miró a la mujer sorprendido y ella cabeceó hacia el plato servido, invitándolo a sentarse. Cuando acabó de comer tenía la fuerza suficiente para escucharla. No soportaba la incertidumbre ni un segundo más.

—Escucha con atención, Lars —dijo Karen. Su voz empezó a tomar consistencia, densificando el aire alrededor de él, y sintió las palabras entrar físicamente en su cuerpo a través de sus oídos—. Debes poner en un recipiente ovalado agua de río. La forma es muy importante —puntualizó Karen—. Ese río tiene que fluir y desembocar hacia el norte. Has de dejar el recipiente, con el sobre sumergido dentro, cerca de la orilla de ese mismo río, a los pies de un álamo blanco que tenga más de tres décadas de edad. Tiene que permanecer ahí durante tres noches sin que ninguna persona pase cerca durante ese tiempo. Ni siquiera tú. Has de alejarte del lugar todo lo que puedas y volver cuando todo haya acabado. Recuerda que la luna ha de estar menguando.

Cuando ella pronunció las últimas palabras, Lars sintió que la presión de su alrededor se disipaba y el aire recuperaba su consistencia normal. Un ligero aroma a canela y clavo se había quedado en el aire, donde aleteaba un suave eco que se extinguía.


A pesar de ir bien abrigado, la brisa que llevaba el río se le calaba hasta el alma. El viaje había sido incómodo, pero le pesaba más haber tenido que esperar a que la fase lunar fuera la adecuada. Libotenice era una villa simple, cerca del río Elba, en una parte del curso que fluía hacia el norte. Había llegado allí al mediodía y, sin llegar a sacar el escaso equipaje de sus bolsas, se había puesto rumbo al río de inmediato. Cuando encontró un lugar donde poder acceder al agua, ya estaba atardeciendo. Por suerte, las orillas estaban repletas de bosques de álamos blancos. En aquella época del año no tenían hojas y los troncos pálidos erguidos creaban un paisaje fantasmagórico al reflejar la luz de la luna. Se encogió con un leve temblor cuando una ráfaga de aire se coló dentro de su ropa mientras asentaba bien el recipiente con el sobre sumergido en su interior. Se puso en pie mirando el sobre con desconfianza y pidió en su interior a las fuerzas que estuvieran interviniendo, que todo aquello funcionara.

Los tres días se sucedieron a una velocidad desesperantemente lenta. Trató de entretenerse y dar largos paseos por los alrededores de la villa, alejándose del lugar donde estaba el sobre. Pero una necesidad imperiosa por ir a visitar el lugar luchaba en contra de su voluntad cada segundo. Llegó la hora de la verdad y sus pasos fueron con urgencia hasta el lugar. Se hincó de rodillas sobre la hojarasca y abrió los ojos de par en par al ver el sobre sumergido en el agua intacto.

—¡No! ¡No puede ser! —gritó con desesperación.

Cogió el sobre con rabia y, al salir del agua, ésta resbaló por su superficie y se quedó completamente seco. Maldijo con un grito a la bruja, sintiéndose engañado. Pero bajo sus dedos, sintió como el papel empezaba a resecarse en demasía. Miró confuso el sobre y acarició la superficie del papel sintiendo cómo cambiaba su textura. Una escama se desprendió y se desintegró en el aire. Se le encogió el pecho y empezó a arañar la superficie con desesperación, pero el papel se estaba cuarteando y descamando a su ritmo, sin que sus gestos aceleraran el proceso. Poco a poco, el sobre fue desintegrándose en un resto ceniciento, y el manuscrito que había en su interior se revelaba ante sus ojos.

Estalló de júbilo en una carcajada, abrazándose al manuscrito y rodando por la hojarasca húmeda. Se levantó y corrió hacia su hospedaje en la villa para poder ver las letras de aquellas páginas a la luz de las velas. Al igual que la inscripción del sobre, estaba escrito con palabras que no entendía y que no parecían de ningún idioma que él conociera. Pero ya no le importaba, sólo se sentía feliz por haberlas sacado de ese sello que le había vuelto loco desde que lo tuvo en sus manos. Las hojas le transmitían un calor humano y hogareño que lo reconfortó después de todo aquel esfuerzo, como si le agradecieran que las hubiera liberado de ese yugo.

Esa noche, y parte del día siguiente, durmió con las hojas entre sus brazos. Cuando despertó, se sentía renovado y fresco. Recogió sus cosas con el ánimo alegre y volvió a Viena sin perder de vista el manuscrito ni un segundo. Durante el viaje, lo sacaba de vez en cuando, para contemplar sus extrañas líneas. Algunas de las páginas tenían grabados exquisitos de formas y dibujos que no le recordaban a ninguna simbología mitológica que él conociera. Tanto la tinta como el papel estaban muy bien conservados pero, al igual que pasaba con el sobre, parecían antiguos y Lars no sabía a qué época podían corresponder.

Cuando llegó a Viena, fue directamente a casa de Karen. Caminó emocionado por la calle pero se quedó petrificado delante de la puerta. Aquella puerta no era la que recordaba. En lugar de la talla del dragón, la madera estaba lisa y los únicos relieves eran los de su deterioro. Una película de polvo unía el marco con la puerta como si hiciera siglos que no se hubieran separado. Recorrió la calle en ambas direcciones confuso, pero no había rastro de la puerta. Preguntó por las calles de los alrededores a las prostitutas y, las que antes acudían a ella a menudo, ahora decían no conocerla. Era como si esa mujer no hubiera existido.

El agotamiento del viaje empezó a hacerle mella mientras volvía a casa cabizbajo. Sin la ayuda de Karen, no podría descifrar nunca lo que decían esas páginas. El manuscrito, en el interior de su chaqueta, seguía desprendiendo un agradable calor. Cuando entró en casa y cerró la puerta tras de sí, se quedó mirando la estancia con un resoplido. Todo se había quedado revuelto, con los muebles desplazados de su sitio y los cajones vaciados. No se había molestado en arreglarla antes de irse a Libotenice. Se dirigió a la habitación con pasos pesados pero se detuvo al ver un papel colocado entre el desastre.

Leyó la letra cuidada de la única línea escrita en ella: “Recuerda que no estás seguro. Huye. No dejes de hacerlo”. La firma de Karen, simple y limpia, rezaba debajo. Su cuerpo se negaba a atender la reiterada advertencia, necesitaba un descanso de forma imperiosa. Quitó las cosas de encima de la cama lo justo para hacerse hueco y echarse en el colchón, durmiéndose casi al instante.

Despertó sobresaltado, con el pulso acelerado golpeándole el pecho. Sentía como si sólo hubieran pasado unos minutos desde que se echó en la cama y una inminente amenaza le obligara a levantarse. Salió de la habitación tropezando con las cosas que había tiradas por la casa y cuando abrió la puerta, oyó el cristal de una ventana estallar, acompañado de un fuerte viento que le empujaba hacia fuera. Al girarse, se quedó absorto ante la imagen que vio. Una mujer arrodillada en el suelo, cubierta y rodeada por cristales, se levantaba lentamente después de haber atravesado la ventana. Era alta y el pelo castaño ondulado flotaba con el viento que soplaba detrás de ella. Iba vestida con una gabardina negra hasta los pies y lo miró con unos ojos azules que resplandecían.

—Entrégamelo —dijo únicamente, con una voz melodiosa y autoritaria, que resonó en la habitación como si de una amplia gruta se tratara.

Dio un paso hacia él extendiendo la mano y Lars retrocedió abrazando el manuscrito contra su pecho. Chocó con la pared del pasillo del rellano sin poder apartar los ojos de esa poderosa figura que hacía temblar su alrededor cuando se movía. Ella se acercó otro paso y el aire volvió a densificarse. Sintió como si una fuerza tirara de su cuerpo hacia ella pero no se movió del sitio. Era incapaz de moverse.

—Me pertenece. Entrégamelo —repitió la mujer cuya figura se recortaba a contraluz de la ventana, pudiendo ver únicamente sus ojos.

El manuscrito ardía entre sus brazos pero bajo ningún concepto iba a entregárselo por voluntad propia. Esa mujer tendría que matarlo ahí mismo si quería hacerse con él. Un fuerte golpe se oyó en el suelo antes de que ella cruzara el umbral de la puerta. Lo que había caído se hizo añicos y una explosión de un gas violáceo inundó el lugar impidiéndole ver nada. La mujer dejó escapar un grito de dolor y Lars sintió cómo unas manos firmes le agarraban del brazo y tiraban de él hacia las escaleras. Karen lo sujetó con más fuerza de la que él imaginaba que tendría, y consiguió levantarlo. La bruja le gritó que corriera escaleras abajo y lo siguió de cerca empujándolo con insistencia. En la calle, un carruaje esperaba y Karen se subió con él y sacudió las riendas haciendo que las dos mulas empezaran a galopar hacia las afueras.

—¡Te dije que huyeras! —gritó Karen con la vista en el camino.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Lars temblando.

—La mujer que te arrebatará lo que has liberado.

Cabalgaron a una velocidad vertiginosa por bosques interminables. Lars sólo veía infinitos troncos de árboles pasar a su alrededor y no entendía cómo conseguían desplazarse por ese terreno sin camino por donde era evidente que el carruaje no cabía. No sabía cuánto tiempo habían pasado viajando pero, al detenerse el carruaje, todo a su alrededor se movió hacia delante por la inercia de su visión periférica. Tras recuperarse del leve mareo, siguió a Karen, que se había quedado parada delante de una pared de roca cubierta por una espesa capa de hiedra. La mujer apoyó la mano en las ramas y se concentró un segundo agachando la cabeza. Cuando la alzó de nuevo, separó las ramas de hiedra dejando ver un hueco oscuro en la piedra, del tamaño justo para que ambos pasaran caminando.

Recorrieron varios metros hacia dentro y Karen le pidió que esperara. Cuando encendió una vela, pudo ver el interior de la cueva. Para su sorpresa, las paredes eran de madera. Era un lugar modesto con una chimenea donde hacer fuego, una olla de hierro al lado y escaso mobiliario.

—Estaremos a salvo de momento, pero nos encontrará. Lo único que puedo hacer por ti ahora es darte este tiempo e intentar convencerte de que le entregues ese manuscrito a quien te busca, Lars.

—No hay nada que pueda decirme para convencerme, Karen. No pienso deshacerme de él. Fui en su busca, ¿sabe? Nada más llegar a Viena fui a buscarla y no estaba usted en su casa. No sólo eso, si no que nadie la conocía. ¡Desapareció!

Lars alzaba la voz con la ira enrojeciéndole el rostro, sin soltar el manuscrito.

—No se te ocurra alzarme la voz, Lars. Te dije que huyeras. Estaba esperándote fuera de la ciudad para ayudarte pero no apareciste.

Karen habló con tal calma que apaciguó sus nervios. Lars se dejó caer sobre una silla, dejando el manuscrito sobre la mesa. Por el rabillo del ojo distinguió la mano de Karen acercarse a las hojas y volvió a cogerlas con rapidez, mirándola con enfado.

—¿Qué hace? —le gritó.

—Tienes que deshacerte de él. Ella es más poderosa que yo. No va a ser fácil salvarte si no se lo entregas. Y sólo acabarás entregándoselo si lo pierdes o vences la voluntad del manuscrito.

—Lo quiere para usted, eso es lo que pasa. Yo no soy capaz de descifrar lo que dicen estas hojas pero estoy seguro de que para usted deben ser secretos que le otorgarían un poder mucho mayor si los tuviera en su poder ¡Admítalo!

Karen suspiró y se sentó frente a él.

—En efecto ese manuscrito es muy poderoso. Pero quien lo busca también tiene mucho poder. Aunque yo me quedara con él, correría la misma suerte que tú —la mujer lo miro compadeciéndose de él—. Tú sólo has tenido la mala suerte de encontrarlo y sentir curiosidad por él.

Las palabras de Karen eran sinceras. Lars admitía ahora que la mujer no le había mentido y le había ayudado en todo. Así es que lo intentó. Trataron de deshacerse de ese apego por el manuscrito pero Lars era incapaz de resistirse a él. No quería deshacerse de esas hojas, quería saber lo que significaban. Lars fue perdiendo la esperanza al verse incapaz de un gesto tan sencillo como entregar un montón de papeles. Al día siguiente, mientras Karen seguía enfrascada en razonar con la voluntad de un Lars abatido, sintió algo que la hizo guardar silencio.

—Está aquí —dijo mirando a la puerta.

—¿Aquí? —exclamó Lars lastimero—. Entonces todo ha acabado.

Ella negó un poco y se levantó con calma y lo condujo hacia el final de la estancia sin ventanas.

—Tenemos que intentarlo. Aguantaremos lo que podamos. Quédate quieto.

Karen siempre parecía tranquila, hablaba pausadamente y decía lo que tenía que decir sin vacilar. Pero él ya no tenía ganas de luchar.

—Entrégame el manuscrito, Lars.

—No… no puedo —balbuceó estrechándolo contra él.

—Tienes que entregármelo o morirás.

La voz de la otra mujer resonó en la estancia como si su voz la penetrara con facilidad y se paseara por cada rincón.

—Tomaos vuestro tiempo. Os espero aquí fuera —dijo esa mujer con cierto tono alegre.

Karen apretó las mandíbulas cerrando los ojos con fuerza.

—Yo te daré el manuscrito, Edith —dijo alzando la voz.

—Me trae sin cuidado quién me lo entregue. Pero si no lo hacéis, entraré y lo cogeré.

A Lars se le erizó la piel sintiendo un escalofrío al oír las palabras desenfadadas que resonaban por la habitación.

—Sólo está jugando. Podría entrar cuando quisiera —murmuró Karen negando para sí.

Durante días, Edith le esperó fuera, atormentándolo con sus comentarios jocosos. Cada vez que oía su voz, Lars temblaba y sollozaba. Había empalidecido y tenía un sudor frío empapándole el cuerpo. Karen se negaba a darse por vencida intentando que Lars se desprendiera del manuscrito incansablemente. Pero él no quería seguir luchando por evitar lo inevitable. Estalló. Se levantó con un grito de ira y se precipitó a la salida. Atravesó el pasillo oscuro y se topó con las hiedras que no conseguía separar para salir.

—Vaya, qué alegre giro de los acontecimientos —susurró la voz de Edith al otro lado de las hiedras.

Pudo ver su figura tapar la luz que se filtraba entre las hojas y las golpeó con rabia, provocando que Edith dejara escapar una risa suave.

—Si no tienes ninguna intención de dármelo, ¿a qué viene esa urgencia? —dijo Edith apoyando la mano en las ramas y haciendo que la hiedra se abriera para quedarse frente a Lars.

Sentía la presencia de Karen detrás de él. Se adelantó un paso para salir de la cueva con el manuscrito aferrado con más fuerza, sintiendo el calor de las hojas a través de la ropa.

—Acaba de una vez con esto —masculló Lars con una súplica.

Edith ladeó el rostro y alargó la mano.

—Ya basta, Edith —dijo Karen al ver el gesto, pero la mujer la ignoró.

Se quedó mirando a Lars con la mano extendida y una sonrisa afable en el rostro. Éste miró la mano que le invitaba burlona a entregarle lo que le era tan preciado. Se concentró con todas sus fuerzas. Cerró los ojos para no ver el manuscrito abandonar sus manos. En su mente se visualizó haciendo el gesto pero su cuerpo no respondió y no movió un músculo. Finalmente cayó de rodillas al suelo y sollozó.

—No puedo… No puedo —susurraba Lars.

—Mírame —dijo Edith sin urgencia.

Levantó la vista hacia ella y vio sus ojos azules como un mar en calma. Edith hizo un gesto con la mano y una espada fina y alargada se materializó en ella. La empuñó con gracilidad y, manteniendo la mirada a Lars, se la clavó con una estocada rápida directa a su corazón. La vida abandonó el cuerpo del hombre y con ella, la espada desapareció. Edith se acercó a él y le cogió con delicadeza el manuscrito de entre sus brazos. Sacó una funda de cuero grueso y colocó las hojas junto con otras muchas, que parecían pertenecer a la misma obra. Las dos mujeres se miraron durante un segundo en silencio hasta que Karen se acercó a Lars para enterrarlo adecuadamente y Edith se encaminó hacia el bosque, desapareciendo entre los árboles.