Sólo puedes haber oído hablar de
ella. No es posible entender esa sensación, porque no se parece a ninguna otra.
Para Lars había llegado el momento. Supo que iba a morir. Cuando dura un
segundo, se puede considerar buena fortuna. Pero Lars llevaba días con esa
certeza y le había dado demasiado tiempo a recrearse. Esa sensación, cuando hace
poso en el subconsciente, destroza los nervios. La vida pasa ignorando esa
inevitable marcha y, cuando llega el momento, casi nadie quiere que acabe. La
naturaleza obliga a aferrarse a la vida y luchar por esa supervivencia que se
anhela eterna. Esa eterna mentira.
Lars, en cambio, no podía
soportarlo más. Quería que todo acabara de una vez por todas. Al principio se
negó a perder la esperanza de sobrevivir y se le dio bien mentirse. Tanto, que
las esperanzas que había albergado le destrozaron cuando le abandonaron. La voz
de su verdugo en el exterior le demostraba lo que estaba disfrutando de su victoria.
Porque podía acabar con él cuando quisiera, pero había decidido no hacerlo todavía,
para que Lars saboreara bien el fracaso. Había desoído las señales, las
advertencias, y se había lanzado al desastre por su propia voluntad.
Cuando el manuscrito llegó a sus
manos, no fue consciente de su valor. Como tantas cosas en la vida, llegó de
casualidad. Lars vivía en la Viena de mediados del siglo XIX y trabajaba para
un periódico pequeño, escribiendo una columna semanal sobre curiosidades
históricas de la ciudad. Muchas veces, buscaba inspiración en anticuarios,
rebuscando entre los rincones de sus tiendas y hablando con los dependientes
largo y tendido. Aquella mañana, entró en el laberinto que el señor Ackermann
tenía por tienda. La fortaleza del anciano olía a años acumulados.
—¡Buenos días, señor Ackermann!
—saludó con entusiasmo al entrar.
—¿Lars? ¿Eres tú? —preguntó Matthias
Ackermann con la voz amortiguada desde el altillo.
Lars se acercó a la trampilla y
miró desde abajo con el cigarro en una mano y el sombrero en la otra. La cara
afable y arrugada del anticuario se asomó con una sonrisa.
—Cada día estás más viejo —le dijo
el señor Ackermann con una risa socarrona mientras bajaba por la escalerilla de
mano lentamente.
—No como usted. He estado a punto
de preguntarle si estaba su padre.
Lars le ayudó a bajar los últimos
peldaños y le colocó bien la chaqueta.
—Gracias, gracias —dijo el anciano
dándole unas palmaditas en el hombro—. Me alegra que hayas venido. Tengo ahí
una caja enorme llena de basura de la que te gusta husmear.
—Suena delicioso.
El anticuario cogió la caja y la
dejó encima del mostrador. No era nada espectacular, pero a Lars se le aceleró el
pulso. Dejó el sombrero en el mostrador y empezó a rebuscar entre los
cachivaches descartando varios objetos inservibles y estropeados. Todo lo demás
eran papeles de contabilidad, facturas y un gran sobre de color más
amarillento. El papel del sobre era apergaminado, grueso, no sabría decir
cuánto tiempo tenía pero parecía muy antiguo.
—¿No sabe usted qué es esto?
—preguntó al señor Ackermann con el cigarro en la boca mientras examinaba el
sobre de cerca.
—Ni idea. Te puedes llevar la
caja entera. No me interesa nada de lo que hay ahí.
—Tiene como… una inscripción
—dijo Lars acercándose más el sobre para ver las diminutas grafías—. ¿En qué
idioma está esto?
El anticuario se encogió de
hombros. Lars le dio las gracias y cogió la caja para examinarla en su
apartamento con más tranquilidad. La información que le dieron las facturas no
ayudó a esclarecer qué podía contener ese sobre. En su interior parecía haber
más papeles, de un dedo de grosor. No sabía si se trataba de un libro o de más
documentación. Pero lo que más le llamaba la atención era esa extraña inscripción
que no lograba descifrar. Prefirió intentar abrir ese sobre cuando supiera qué
ponía en la inscripción. Parecía ser sólo una frase, pero se repetía una y otra
vez en espiral, rodeando todo el sobre.
Por suerte, era un hombre de
recursos y conocía a mucha gente. Se adentró por las callejuelas poco
transitadas de lugares que la gente decente no debía conocer. A pesar de ser
cerca del mediodía, la luz se negaba a penetrar en esa atmósfera y todo estaba
en una penumbra blanquecina. El eco de sus zapatos resonaba en la estrecha
calle adoquinada y a ese eco, sólo se unía la voz melosa de alguna prostituta
que le invitaba a sus servicios entre susurros. Se detuvo en la puerta de
madera medio podrida observando el dibujo de la talla; un dragón con las alas
extendidas hacia arriba que miraba al visitante con las fauces de par en par, retándolo
a entrar. Llamó tres veces y esperó. El silencio le pesó en el cuerpo conforme pasaban
los largos segundos. Sin haber oído pasos al otro lado, la puerta se abrió y
Karen lo miró contrariada.
—No tendrías que haber venido
aquí —le espetó apoyándose los nudillos en la cintura.
—¿Cómo? —preguntó Lars sin
entender.
Ella suspiró largamente y miró a
los lados de la calle.
—Entra, rápido.
Se apresuró a entrar, cerrando la
puerta tras de sí, siguiéndola por el interior. Karen era una mujer a la que
todos identificaban como bruja, aunque ella jamás se hubiera atribuido tal
cargo. Desde luego, la palabra la definía bastante bien, según la experiencia
de Lars. Sabía cosas que no tenía por qué saber. Conocía remedios para casi
cualquier dolor. Más de los que estarían dispuestos a reconocerlo, acudían a
ella en busca de consejo porque poseía una sabiduría que solo el paso de varias
vidas podía haberle dado. Sin embargo era una mujer que pasaba desapercibida.
Vestía con sencillez, igual que cualquier mujer de recursos limitados de la
zona, con corpiño y falda amplia de telas con colores discretos, de materiales
sencillos pero en buen estado. El lugar era una casa modesta, llena de
estanterías con infinidad de frascos de todos los materiales, colores y con
todos los contenidos posibles. No se había atrevido a examinarlos por las cosas
que podía encontrar ahí. Tomaron asiento el uno frente al otro en una pequeña
mesa redonda con una tela bordada amarilleada por el tiempo.
—Déjame verlo —dijo ella
mirándolo con gravedad, con los ojos verdes clavados en los de él.
Lars tragó saliva y se sacó el
sobre de debajo del abrigo. Lo depositó en la mesita despacio mientras veía
cómo los ojos de la mujer seguían el movimiento del sobre. Karen se quedó unos
segundos quieta, con las dos manos apoyadas en la mesa y un porte solemne.
Cerró los ojos bajando la cabeza y susurró unas palabras inaudibles para él.
Lars había aprendido a guardar silencio cuando iba a consultarle algo. Acudía a
ella siempre que llegaban a sus manos objetos extraños. Unas veces le ofrecía
algo a cambio para quedárselos sin darle más explicaciones. Otras le contaba
magníficas historias sobre los poderes que ocultaban algunos objetos, cómo
habían sido encantados y porqué. Karen abrió los ojos y se quedó mirándolo.
—No debes abrir este sobre, Lars.
Es lo que te protege de lo que hay en su interior.
—Señorita, tengo que saber lo que
hay dentro —dijo él encogiendo los hombros—. Si no debo abrirlo, al menos tenga
la bondad de decírmelo.
—Esa necesidad de saberlo es el
claro reflejo de su poder. El contenido de este sobre quiere ser liberado y te
está llamando. Pero eso sólo te traerá desgracias. Dentro hay un manuscrito
incomprensible para ti, como la inscripción del sobre. De ser extraído de este
sello, será detectado por fuerzas que están en su búsqueda desde hace décadas.
Creerás que no te encontrarán, que cuando
lleguen a ti, podrás desprenderte de él sin problemas. Pero te aseguro que no
va a ser así. Preferirás sufrir torturas a que te lo arrebaten.
Lars la escuchó en silencio,
mirando el sobre apesadumbrado. Lo que ella llamaba el reflejo de un poder, él
lo llamaba curiosidad. A pesar de su escepticismo, volvía a ella para oír esas
historias. Pero no necesitaba creérselas.
—Ya sé que vas a intentar abrirlo
de todas formas —murmuró la mujer con aire resignado—. Te diré cómo has de
abrirlo para darte un tiempo de cordura, porque si te dejara a tu aire,
acabarías desquiciado en dos semanas. Y quiero que tengas muy presente que,
cuando lo hagas, estarás perjudicándome a mí también. Pero ya me encargaré de
las consecuencias en su momento.
—Señorita, disculpe, pero no es
mi intención desoír vuestros sabios consejos.
Lars miró a su alrededor asustado
cuando las llamas de las lámparas de aceite titilaron a la vez que Karen
tensaba el cuerpo y se inclinaba hacia delante con suavidad.
—Ahórrate las disculpas, Lars. No
lo lamentas en absoluto, pero como que el día es claro que lo lamentarás. Sólo
por el mal que vas a traer, esta vez la información te va a salir más cara de
lo normal —Lars fue a sacarse el dinero del abrigo y ella alzó una mano para
detenerlo—. No. El dinero no tiene valor en esta ocasión. Has de darme algo que
tenga un valor real para ti. Algo que no pueda ser reemplazado en tu vida.
La miró frunciendo el ceño.
Quería irse de ahí pero se quedó clavado en la silla, apretando las mandíbulas
con frustración. La mujer le sostenía la mirada sin esfuerzo, con serenidad.
Eso hizo que empezara a inquietarse y el corazón le golpeó en el pecho con
fuerza.
—Le traeré lo que me pide —le
dijo levantándose de un salto, con un súbito temor a quedarse atrapado.
—Lo sé —murmuró ella siguiéndolo
con la mirada.
Se colocó el sombrero y caminó hacia
la salida con nerviosismo, cogiendo el sobre y abrazándolo con recelo. Se
sobresaltó al oír el portazo tras de sí cuando salió a la calle y miró la
puerta, que parecía haberse cerrado sola. Caminó con rapidez calle arriba,
empujado por el miedo. No necesitaba a esa bruja. Él mismo abriría ese maldito
sobre, sacaría la información necesaria para escribir algo interesante y se
olvidaría de todo eso.
Sujetó las grandes tijeras de
podar con dificultad. Desde su ventana, se podía ver la calle gris en la que
habían empezado a caer con suavidad unos diminutos copos de nieve. El fuego no
ardía en la chimenea desde hacía dos días y la casa estaba helada pero Lars no
dejaba de sudar. Su camisa estaba sucia, los tirantes le colgaban del pantalón
y se había despeinado al tirarse del pelo intentando encontrar la forma de
abrir ese sobre. Apretó las tijeras con fuerza dejando escapar un gruñido, pero
el papel sólo se marcó con una leve muesca. La observó entre jadeos, exhausto
por el esfuerzo, pero el pliegue empezó a desaparecer lentamente. Se dejó caer
de rodillas en el suelo empezando a sollozar.
Cada vez que había conseguido
ocasionarle un mínimo desperfecto a ese papel, éste se recuperaba solo. Nada
había resultado, ni siquiera las llamas cuando lo tiró a la chimenea en un
acceso de rabia. El fuego se había elevado alrededor del sobre con orgullo, sin
ocasionarle una sola quemadura. Aquella mañana, desesperado y sin haber dormido
durante días, había salido a la calle caminando a grandes zancadas. Le había arrebatado
esas tijeras a un jardinero y ya no recordaba cómo había vuelto a casa.
Yació en el suelo entre sollozos,
rodeado por el desorden, durante largas horas, hasta que el sol se puso y todo
quedó arropado por la más absoluta oscuridad. Quería dormir. Dormir para siempre
y no volver a despertar. Karen sabía cómo abrirlo y no tenía más remedio que
acudir a ella. Sólo necesitaba darle a cambio una cosa. Se levantó con
dificultad y empezó a rebuscar entre el caos, moviéndose errático por toda la
casa, vaciando los cajones. Al fin lo encontró. Sujetó el delicado peine de
caoba. La pieza era sencilla y no tenía ni engastes ni grabados, pero era de su
madre, y con él la había peinado cada día durante su larga enfermedad, hasta
que murió.
Se tropezó con su abrigo, tirado
en el suelo, y aprovechó para colocárselo antes de salir a la calle. Recorrió
la ciudad a trompicones sin fijarse en el camino que estaba tomando. Cuando
llegó a la puerta de Karen y miró a los ojos del dragón, algo le dijo que había
sido ella la que lo había guiado hasta allí. La puerta se abrió suavemente sin
que él hubiera llamado y el calor del interior lo envolvió amorosamente invitándolo
a adentrarse. Su cuerpo se movió hacia el interior atraído por esa atmósfera.
Vio la mano abierta de Karen extenderse hacia delante para que le diera el
peine. Lo depositó en su palma con la cabeza agachada, haciendo esfuerzos para
mantenerse en pie. Ella guardó con cuidado ese valioso objeto para sortilegios
futuros, le tomó por el brazo y lo dirigió hacia la mesa para que se sentara,
pero él la detuvo cogiéndola de los hombros.
—Por favor, dígame ya qué tengo
que hacer. ¿Cómo he de abrirlo?
—No te preocupes, Lars, te lo
diré. Pero antes siéntate y come algo. Recupera fuerzas. Vas a necesitarlas.
Cuando llegó a sus fosas nasales
el aroma de un guiso que humeaba sobre la mesa, recuperó una consciencia que no
sabía que había perdido. Miró a la mujer sorprendido y ella cabeceó hacia el
plato servido, invitándolo a sentarse. Cuando acabó de comer tenía la fuerza
suficiente para escucharla. No soportaba la incertidumbre ni un segundo más.
—Escucha con atención, Lars —dijo
Karen. Su voz empezó a tomar consistencia, densificando el aire alrededor de él,
y sintió las palabras entrar físicamente en su cuerpo a través de sus oídos—. Debes
poner en un recipiente ovalado agua de río. La forma es muy importante
—puntualizó Karen—. Ese río tiene que fluir y desembocar hacia el norte. Has de
dejar el recipiente, con el sobre sumergido dentro, cerca de la orilla de ese
mismo río, a los pies de un álamo blanco que tenga más de tres décadas de edad.
Tiene que permanecer ahí durante tres noches sin que ninguna persona pase cerca
durante ese tiempo. Ni siquiera tú. Has de alejarte del lugar todo lo que
puedas y volver cuando todo haya acabado. Recuerda que la luna ha de estar
menguando.
Cuando ella pronunció las últimas
palabras, Lars sintió que la presión de su alrededor se disipaba y el aire
recuperaba su consistencia normal. Un ligero aroma a canela y clavo se había
quedado en el aire, donde aleteaba un suave eco que se extinguía.
A pesar de ir bien abrigado, la
brisa que llevaba el río se le calaba hasta el alma. El viaje había sido
incómodo, pero le pesaba más haber tenido que esperar a que la fase lunar fuera
la adecuada. Libotenice era una villa simple, cerca del río Elba, en una parte
del curso que fluía hacia el norte. Había llegado allí al mediodía y, sin
llegar a sacar el escaso equipaje de sus bolsas, se había puesto rumbo al río
de inmediato. Cuando encontró un lugar donde poder acceder al agua, ya estaba
atardeciendo. Por suerte, las orillas estaban repletas de bosques de álamos
blancos. En aquella época del año no tenían hojas y los troncos pálidos erguidos
creaban un paisaje fantasmagórico al reflejar la luz de la luna. Se encogió con
un leve temblor cuando una ráfaga de aire se coló dentro de su ropa mientras
asentaba bien el recipiente con el sobre sumergido en su interior. Se puso en
pie mirando el sobre con desconfianza y pidió en su interior a las fuerzas que
estuvieran interviniendo, que todo aquello funcionara.
Los tres días se sucedieron a una
velocidad desesperantemente lenta. Trató de entretenerse y dar largos paseos
por los alrededores de la villa, alejándose del lugar donde estaba el sobre.
Pero una necesidad imperiosa por ir a visitar el lugar luchaba en contra de su
voluntad cada segundo. Llegó la hora de la verdad y sus pasos fueron con
urgencia hasta el lugar. Se hincó de rodillas sobre la hojarasca y abrió los
ojos de par en par al ver el sobre sumergido en el agua intacto.
—¡No! ¡No puede ser! —gritó con
desesperación.
Cogió el sobre con rabia y, al
salir del agua, ésta resbaló por su superficie y se quedó completamente seco.
Maldijo con un grito a la bruja, sintiéndose engañado. Pero bajo sus dedos,
sintió como el papel empezaba a resecarse en demasía. Miró confuso el sobre y
acarició la superficie del papel sintiendo cómo cambiaba su textura. Una escama
se desprendió y se desintegró en el aire. Se le encogió el pecho y empezó a
arañar la superficie con desesperación, pero el papel se estaba cuarteando y
descamando a su ritmo, sin que sus gestos aceleraran el proceso. Poco a poco,
el sobre fue desintegrándose en un resto ceniciento, y el manuscrito que había
en su interior se revelaba ante sus ojos.
Estalló de júbilo en una
carcajada, abrazándose al manuscrito y rodando por la hojarasca húmeda. Se
levantó y corrió hacia su hospedaje en la villa para poder ver las letras de
aquellas páginas a la luz de las velas. Al igual que la inscripción del sobre,
estaba escrito con palabras que no entendía y que no parecían de ningún idioma
que él conociera. Pero ya no le importaba, sólo se sentía feliz por haberlas
sacado de ese sello que le había vuelto loco desde que lo tuvo en sus manos.
Las hojas le transmitían un calor humano y hogareño que lo reconfortó después
de todo aquel esfuerzo, como si le agradecieran que las hubiera liberado de ese
yugo.
Esa noche, y parte del día
siguiente, durmió con las hojas entre sus brazos. Cuando despertó, se sentía
renovado y fresco. Recogió sus cosas con el ánimo alegre y volvió a Viena sin
perder de vista el manuscrito ni un segundo. Durante el viaje, lo sacaba de vez
en cuando, para contemplar sus extrañas líneas. Algunas de las páginas tenían
grabados exquisitos de formas y dibujos que no le recordaban a ninguna
simbología mitológica que él conociera. Tanto la tinta como el papel estaban
muy bien conservados pero, al igual que pasaba con el sobre, parecían antiguos
y Lars no sabía a qué época podían corresponder.
Cuando llegó a Viena, fue directamente
a casa de Karen. Caminó emocionado por la calle pero se quedó petrificado
delante de la puerta. Aquella puerta no era la que recordaba. En lugar de la
talla del dragón, la madera estaba lisa y los únicos relieves eran los de su
deterioro. Una película de polvo unía el marco con la puerta como si hiciera
siglos que no se hubieran separado. Recorrió la calle en ambas direcciones confuso,
pero no había rastro de la puerta. Preguntó por las calles de los alrededores a
las prostitutas y, las que antes acudían a ella a menudo, ahora decían no
conocerla. Era como si esa mujer no hubiera existido.
El agotamiento del viaje empezó a
hacerle mella mientras volvía a casa cabizbajo. Sin la ayuda de Karen, no
podría descifrar nunca lo que decían esas páginas. El manuscrito, en el
interior de su chaqueta, seguía desprendiendo un agradable calor. Cuando entró
en casa y cerró la puerta tras de sí, se quedó mirando la estancia con un
resoplido. Todo se había quedado revuelto, con los muebles desplazados de su
sitio y los cajones vaciados. No se había molestado en arreglarla antes de irse
a Libotenice. Se dirigió a la habitación con pasos pesados pero se detuvo al
ver un papel colocado entre el desastre.
Leyó la letra cuidada de la única
línea escrita en ella: “Recuerda que no estás seguro. Huye. No dejes de
hacerlo”. La firma de Karen, simple y limpia, rezaba debajo. Su cuerpo se
negaba a atender la reiterada advertencia, necesitaba un descanso de forma
imperiosa. Quitó las cosas de encima de la cama lo justo para hacerse hueco y
echarse en el colchón, durmiéndose casi al instante.
Despertó sobresaltado, con el
pulso acelerado golpeándole el pecho. Sentía como si sólo hubieran pasado unos
minutos desde que se echó en la cama y una inminente amenaza le obligara a
levantarse. Salió de la habitación tropezando con las cosas que había tiradas
por la casa y cuando abrió la puerta, oyó el cristal de una ventana estallar,
acompañado de un fuerte viento que le empujaba hacia fuera. Al girarse, se
quedó absorto ante la imagen que vio. Una mujer arrodillada en el suelo,
cubierta y rodeada por cristales, se levantaba lentamente después de haber
atravesado la ventana. Era alta y el pelo castaño ondulado flotaba con el
viento que soplaba detrás de ella. Iba vestida con una gabardina negra hasta
los pies y lo miró con unos ojos azules que resplandecían.
—Entrégamelo —dijo únicamente,
con una voz melodiosa y autoritaria, que resonó en la habitación como si de una
amplia gruta se tratara.
Dio un paso hacia él extendiendo
la mano y Lars retrocedió abrazando el manuscrito contra su pecho. Chocó con la
pared del pasillo del rellano sin poder apartar los ojos de esa poderosa figura
que hacía temblar su alrededor cuando se movía. Ella se acercó otro paso y el
aire volvió a densificarse. Sintió como si una fuerza tirara de su cuerpo hacia
ella pero no se movió del sitio. Era incapaz de moverse.
—Me pertenece. Entrégamelo
—repitió la mujer cuya figura se recortaba a contraluz de la ventana, pudiendo
ver únicamente sus ojos.
El manuscrito ardía entre sus
brazos pero bajo ningún concepto iba a entregárselo por voluntad propia. Esa
mujer tendría que matarlo ahí mismo si quería hacerse con él. Un fuerte golpe
se oyó en el suelo antes de que ella cruzara el umbral de la puerta. Lo que
había caído se hizo añicos y una explosión de un gas violáceo inundó el lugar
impidiéndole ver nada. La mujer dejó escapar un grito de dolor y Lars sintió
cómo unas manos firmes le agarraban del brazo y tiraban de él hacia las
escaleras. Karen lo sujetó con más fuerza de la que él imaginaba que tendría, y
consiguió levantarlo. La bruja le gritó que corriera escaleras abajo y lo
siguió de cerca empujándolo con insistencia. En la calle, un carruaje esperaba
y Karen se subió con él y sacudió las riendas haciendo que las dos mulas
empezaran a galopar hacia las afueras.
—¡Te dije que huyeras! —gritó
Karen con la vista en el camino.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó
Lars temblando.
—La mujer que te arrebatará lo
que has liberado.
Cabalgaron a una velocidad
vertiginosa por bosques interminables. Lars sólo veía infinitos troncos de
árboles pasar a su alrededor y no entendía cómo conseguían desplazarse por ese
terreno sin camino por donde era evidente que el carruaje no cabía. No sabía
cuánto tiempo habían pasado viajando pero, al detenerse el carruaje, todo a su
alrededor se movió hacia delante por la inercia de su visión periférica. Tras
recuperarse del leve mareo, siguió a Karen, que se había quedado parada delante
de una pared de roca cubierta por una espesa capa de hiedra. La mujer apoyó la
mano en las ramas y se concentró un segundo agachando la cabeza. Cuando la alzó
de nuevo, separó las ramas de hiedra dejando ver un hueco oscuro en la piedra,
del tamaño justo para que ambos pasaran caminando.
Recorrieron varios metros hacia
dentro y Karen le pidió que esperara. Cuando encendió una vela, pudo ver el
interior de la cueva. Para su sorpresa, las paredes eran de madera. Era un
lugar modesto con una chimenea donde hacer fuego, una olla de hierro al lado y
escaso mobiliario.
—Estaremos a salvo de momento,
pero nos encontrará. Lo único que puedo hacer por ti ahora es darte este tiempo
e intentar convencerte de que le entregues ese manuscrito a quien te busca,
Lars.
—No hay nada que pueda decirme
para convencerme, Karen. No pienso deshacerme de él. Fui en su busca, ¿sabe?
Nada más llegar a Viena fui a buscarla y no estaba usted en su casa. No sólo
eso, si no que nadie la conocía. ¡Desapareció!
Lars alzaba la voz con la ira
enrojeciéndole el rostro, sin soltar el manuscrito.
—No se te ocurra alzarme la voz,
Lars. Te dije que huyeras. Estaba esperándote fuera de la ciudad para ayudarte
pero no apareciste.
Karen habló con tal calma que
apaciguó sus nervios. Lars se dejó caer sobre una silla, dejando el manuscrito
sobre la mesa. Por el rabillo del ojo distinguió la mano de Karen acercarse a
las hojas y volvió a cogerlas con rapidez, mirándola con enfado.
—¿Qué hace? —le gritó.
—Tienes que deshacerte de él.
Ella es más poderosa que yo. No va a ser fácil salvarte si no se lo entregas. Y
sólo acabarás entregándoselo si lo pierdes o vences la voluntad del manuscrito.
—Lo quiere para usted, eso es lo
que pasa. Yo no soy capaz de descifrar lo que dicen estas hojas pero estoy
seguro de que para usted deben ser secretos que le otorgarían un poder mucho
mayor si los tuviera en su poder ¡Admítalo!
Karen suspiró y se sentó frente a
él.
—En efecto ese manuscrito es muy
poderoso. Pero quien lo busca también tiene mucho poder. Aunque yo me quedara
con él, correría la misma suerte que tú —la mujer lo miro compadeciéndose de
él—. Tú sólo has tenido la mala suerte de encontrarlo y sentir curiosidad por
él.
Las palabras de Karen eran
sinceras. Lars admitía ahora que la mujer no le había mentido y le había
ayudado en todo. Así es que lo intentó. Trataron de deshacerse de ese apego por
el manuscrito pero Lars era incapaz de resistirse a él. No quería deshacerse de
esas hojas, quería saber lo que significaban. Lars fue perdiendo la esperanza
al verse incapaz de un gesto tan sencillo como entregar un montón de papeles. Al
día siguiente, mientras Karen seguía enfrascada en razonar con la voluntad de
un Lars abatido, sintió algo que la hizo guardar silencio.
—Está aquí —dijo mirando a la
puerta.
—¿Aquí? —exclamó Lars lastimero—.
Entonces todo ha acabado.
Ella negó un poco y se levantó
con calma y lo condujo hacia el final de la estancia sin ventanas.
—Tenemos que intentarlo.
Aguantaremos lo que podamos. Quédate quieto.
Karen siempre parecía tranquila,
hablaba pausadamente y decía lo que tenía que decir sin vacilar. Pero él ya no
tenía ganas de luchar.
—Entrégame el manuscrito, Lars.
—No… no puedo —balbuceó
estrechándolo contra él.
—Tienes que entregármelo o
morirás.
La voz de la otra mujer resonó en
la estancia como si su voz la penetrara con facilidad y se paseara por cada
rincón.
—Tomaos vuestro tiempo. Os espero
aquí fuera —dijo esa mujer con cierto tono alegre.
Karen apretó las mandíbulas
cerrando los ojos con fuerza.
—Yo te daré el manuscrito, Edith
—dijo alzando la voz.
—Me trae sin cuidado quién me lo
entregue. Pero si no lo hacéis, entraré y lo cogeré.
A Lars se le erizó la piel
sintiendo un escalofrío al oír las palabras desenfadadas que resonaban por la
habitación.
—Sólo está jugando. Podría entrar
cuando quisiera —murmuró Karen negando para sí.
Durante días, Edith le esperó
fuera, atormentándolo con sus comentarios jocosos. Cada vez que oía su voz,
Lars temblaba y sollozaba. Había empalidecido y tenía un sudor frío empapándole
el cuerpo. Karen se negaba a darse por vencida intentando que Lars se
desprendiera del manuscrito incansablemente. Pero él no quería seguir luchando
por evitar lo inevitable. Estalló. Se levantó con un grito de ira y se
precipitó a la salida. Atravesó el pasillo oscuro y se topó con las hiedras que
no conseguía separar para salir.
—Vaya, qué alegre giro de los
acontecimientos —susurró la voz de Edith al otro lado de las hiedras.
Pudo ver su figura tapar la luz
que se filtraba entre las hojas y las golpeó con rabia, provocando que Edith
dejara escapar una risa suave.
—Si no tienes ninguna intención
de dármelo, ¿a qué viene esa urgencia? —dijo Edith apoyando la mano en las
ramas y haciendo que la hiedra se abriera para quedarse frente a Lars.
Sentía la presencia de Karen
detrás de él. Se adelantó un paso para salir de la cueva con el manuscrito
aferrado con más fuerza, sintiendo el calor de las hojas a través de la ropa.
—Acaba de una vez con esto
—masculló Lars con una súplica.
Edith ladeó el rostro y alargó la
mano.
—Ya basta, Edith —dijo Karen al
ver el gesto, pero la mujer la ignoró.
Se quedó mirando a Lars con la
mano extendida y una sonrisa afable en el rostro. Éste miró la mano que le
invitaba burlona a entregarle lo que le era tan preciado. Se concentró con
todas sus fuerzas. Cerró los ojos para no ver el manuscrito abandonar sus
manos. En su mente se visualizó haciendo el gesto pero su cuerpo no respondió y
no movió un músculo. Finalmente cayó de rodillas al suelo y sollozó.
—No puedo… No puedo —susurraba
Lars.
—Mírame —dijo Edith sin urgencia.
Levantó la vista hacia ella y vio sus ojos azules como un mar en calma. Edith hizo un gesto con la mano y una espada fina y alargada se materializó en ella. La empuñó con gracilidad y, manteniendo la mirada a Lars, se la clavó con una estocada rápida directa a su corazón. La vida abandonó el cuerpo del hombre y con ella, la espada desapareció. Edith se acercó a él y le cogió con delicadeza el manuscrito de entre sus brazos. Sacó una funda de cuero grueso y colocó las hojas junto con otras muchas, que parecían pertenecer a la misma obra. Las dos mujeres se miraron durante un segundo en silencio hasta que Karen se acercó a Lars para enterrarlo adecuadamente y Edith se encaminó hacia el bosque, desapareciendo entre los árboles.